Quizás tendría ocho años cuando supe el verdadero nombre de tía Aia, María Marta. Me pareció demasiado serio para ella.
Había nacido en Buenos Aires a principios de siglo en una familia comandada por mi bisabuela, una mujer fuerte y controladora casada con un oculista veinte años mayor. Fue la segunda hermana, después de mi abuela, a quien admiraba por su belleza en detrimento de lo que le tocó en suerte genética. Y era un poco verdad porque no destacaba por su figura, su pelo, su cara donde pusieron una nariz de tamaño incorrecto y grande, los ojos juntos de color indefinido. Los pómulos angulosos como traídos de otro cajón, y con los años unos lunares directamente feos. Un borrador de mi abuela.
Aunque fue presentada en sociedad como su hermana mayor, no consiguió casarse ni tuvo pretendientes oficiales. Le pregunté si era virgen, una tarde en casa mientras me enseñaba a tejer crochet; así podía enterrar la cara en el tejido de ser necesario. Cerradita como una muñeca – contestó. Nos reimos.
Tuvo una educación católica donde las alumnas salían todas con la misma letra, menos ella. Mantuvo una caligrafía despareja y personal, su única y pequeña rebeldía. El resto: cocina clásica del Cordón Bleu, las manualidades, el idioma francés, la religión a nivel celular la hicieron parte de un grupo social hasta su muerte.
Mientras vivió sola, se reunió jueves por medio con sus amigas del colegio a rezar y tejer toda la tarde. Y comer sanguchitos de miga. Era muy hábil con las manos y una vez jubilada hacía ropita para bebés por encargo. De hilo o lana muy finita. Me gustaba verla vestirlos con cariño, acomodaba con sus manos parecidas a las de mi abuela, las mangas o el gorro que nunca faltaba.
Su casa era muy oscura y sucia. Fui muchas veces a comer al departamento sobre la calle Azcuenaga en el segundo piso. Me hacía croquetas de carne, una delicia que extraño. El baño era todo negro y prefería aguantarme que usarlo. En la cocina había olor a las croquetas y otros olores que no podría definir pero se alejaban de las fragancias habituales de los productos de limpieza.
Era asmática y su respiración tenía un silbido y el pecho se inflaba con dificultad. Los últimos años de su vida se empeoró la alergia que llegaba con el calor y le atacaba los ojos y la piel pero pocas veces perdía el sentido del humor. Se reía fuerte y con la boca muy abierta o con los labios formando una u, si le daba un poco de vergüenza.
Cuando nació mi primera hija, venía a vernos y mientras crecía se hicieron amigas. Tia Aia tenía un monito de peluche lleno de ácaros y con olor a polvo que hacía hablar por delante de su cara. Con las manos animaba las extremidades del mono marrón y amarillo. La llamábamos por teléfono para hablar con el mono que le contaba aventuras donde se portaba mal y lo querían echar del edificio.
Una noche soñe que la tía visitaba los estudios de televisión para ser entrevistada por Chiche Gelblung. Cuando estaba por responder sobre el estado de la medicina en el Hospital Italiano, se convertía en un globo de gas y desde arriba contestaba las preguntas. Un hilo muy fino la unía con la tierra, ella sonreía desde el globo.